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Es a partir del fundamento que la esencia puede ser pensada. Y es a partir de la esencia que el fundamento puede ser construido. Porque esencia (del ser) y fundamento (de la existencia) constituyen arquitectura de la manifestación formal. En este sentido, la obra es síntesis de diseño y construcción, de inteligencia y voluntad. Nos referimos a la existencia humano-terrestre, sin dejar de admitir por ello que hay una humanidad indefinidamente amplia e incluso de orden extra planetario. Al respecto, es menester tomar en consideración que la confluencia del hacer político y el ser metafísico sólo puede darse en un punto de vista restrictivo, en el eje horizontal de las posibilidades; de otro modo, si nos colocáramos en la posición absoluta de la metafísica pura, hablar de política carecería por completo de sentido. Si es verdad que para hacer, hay que ser, también será cierto que ser es para hacer. Ser está destinado a hacer, en todas las direcciones que habitan el sentido, in-sujetable como nada a la logística del racionalismo, al cálculo probabilístico de las ciencias positivas. El sentido de la verdad habla con una elocuencia sin discursos, hacia arriba y hacia abajo, hacia el oriente y hacia el occidente, hacia atrás y hacia delante, y hacia el centro, donde el destino de todo converge en su origen. Para el hombre terrestre, la posibilidad de un progreso político (en la voluntad del hacer) no significa otra cosa que la necesidad de un regreso metafísico (en la inteligencia del ser). Nada más alejado de aquella concepción que la secuencialidad previsible, que el dogmatismo intenta instalar (por las buenas o por las malas), en tanto que el espíritu sopla en libertad. Sobre este punto, diremos algo que acaso suene fuerte (y esperamos que suene lo suficientemente fuerte como para hacer despertar del sueño de la ilusión a algunos sonámbulos): estrictamente, se aprende a pensar cuando se trasciende el ideograma de la razón, la gramática de las ideas, que, por deformación reduccionista, deviene ideología. Tal vez, el saber moderno no esté lejos de entender en el futuro próximo lo que el conocimiento tradicional comprende desde antiguo: se piensa con imágenes y no con ideas, en cuanto las imágenes se presentan como el vehículo más apto para transmitir la enseñanza necesaria para el aprendizaje necesario. Llegar a ser el que se es –conforme la máxima recogida por Píndaro– no podría hablar mejor acerca de aquella transmisión simbólica de lo real en vistas a la realización. Que la llave del conocimiento devenga cerrojo de la mentalidad sistemática (cuyo principio es el control y su fin el dominio) nos enfrenta a una prevalencia del poder respecto del saber; en sí, este desequilibrio de fuerzas no hace más que señalar el carácter perverso de la época. Sin embargo, lo que ésta reverencia como conocimiento no sobrepasa la mera información, cuando no una superflua yuxtaposición de datos. La sucesión de hipótesis contradictorias, unas con otras, muestra que el pretendido mosaico de saberes no deja de ser una fragmentación del saber. Esta fragmentación obedece a un quiebre de equilibrio. La decadencia en todos los planos, exhibida incluso donde se había supuesto (o imaginado) un cierto fundamento siglos atrás, es producto de aquel desequilibrio. Es preciso que tal decadencia se haga caída para que una verdadera restitución se produzca, que un descenso a lo más bajo se realice para que el ascenso a lo más alto se convierta en realidad. Cuando el hombre moderno busca en los fantasmas inconscientes la clave de sus conflictos íntimos, es porque ya se ha orientado en la navegación del caos inferior, de las aguas sin fondo. El racionalismo, en su paródico intento por desmentir esta huida, la confirma. Desmentida racional y denegación espiritual hablan suficientemente bien del mal que aqueja al hombre moderno como para que nosotros nos extendamos acerca de ello. Es menester insistir sobre un punto crucial: el equilibrio entre el saber y el poder es imprescindible para el funcionamiento del orden jerárquico, responsabilidad exclusiva de una elite intelectual, provenga ésta de la iniciación por vía solidaria/regular o solitaria/irregular. Abierta al misterio y cerrada en el secreto, en-sí-mismada, en intimidad con lo más íntimo, esta minoría es lo menos visible en un mundo aparencial; también, lo más cierto en un mundo de incertidumbres. Cuanto pudiera afirmarse del fundamento político (de la conducta), en cuanto soporte funcional, habría de poder afirmarse de la esencia metafísica (de la conciencia), en cuanto aporte formal: en esta correspondencia reside el equilibrio humano sobre la tierra.
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NOTAS | |
* | Ernesto F. Iancilevich es un poeta y ensayista argentino, Buenos Aires, 1952. Licenciado en bibliotecología y documentación por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde cursó estudios de filosofía. Miembro del Colegio de Graduados de Filosofía y Letras y de varias sociedades de autores y escritores. SYMBOLOS ya ha publicado de su mano: "La Edad Sombría", "La Época del Final de un Ciclo" (en dos documentos), "Palabra" y "Los Signos de la Confusión". |