The time of final cycle |
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I Repetimos, con frecuencia, que la democracia es el gobierno del pueblo, convencidos de que esta fórmula responde y define la relación entre pueblo, como categoría ontológica, y gobierno, como categoría política. Sin embargo, ¿es la democracia el gobierno del pueblo o el gobierno para el pueblo? ¿Es el pueblo sujeto u objeto de la democracia, límite donde ella se abre o frontera donde ella se cierra? La pregunta, no por simple en su formulación didáctica, resulta menos compleja de responder. Lejos de cualquier intención retórica, busca interpelar a los actores participantes, a saber, gobernantes y gobernados, o, dicho de otro modo, decisores políticos y receptores políticos. Si bien aceptamos que son los receptores en quienes descansa la legitimidad del sistema democrático, lo que está en discusión hoy en día no es tanto la presentación de principios y valores democráticos en los enunciados, sino su representación en las proposiciones de la clase dirigente. La forma del orden, la figura del progreso y el sentido de la ley están en crisis. Se sabe que algo ya no funciona bien, está atascado o, tal vez, irremediablemente roto: el contrato social se ha convertido en la comedia de Tartufo, que la ciudadanía no se resigna a aceptar, y su resistencia busca un orden político más humano, una democracia con participación activa, algo que, si se nos permite la expresión, debería estar más a escala de los ciudadanos y menos a escala de los políticos. Los desclasados y excluidos nos instan a pensar lo no pensado: la territorialidad intelectual de los márgenes. En esta percepción, se manifiesta la posibilidad de articular un criterio que nos permita pensar el progreso de la Democracia en confluencia con el regreso a la Tradición. Desde los inicios del empirismo, la Modernidad viene desplegando su ratio de poder en una téchne de dominio. El homo habilis ha suplantado al homo sapiens, y, hasta donde se nos ha mostrado, el sujeto de la técnica se encuentra sujeto a ella, como objeto de un poder que lo enreda, reduce y encierra. Cuando el hombre depende enteramente de la técnica para sobrevivir, es porque ha dejado de ser libre para vivir, convertido en homo utilis, instrumentado como utensilio sometido al uso, abuso y desuso, proceso que define la dialéctica del utilitarismo moderno. En este contexto, es que la recursividad técnica devino estructuración sistemática de la conciencia y la conducta. Ante una realidad en crisis, el pensamiento crítico constituye el aporte más genuino que el hombre puede realizar para enderezamiento de aquello que ha perdido su forma originaria. Pensar es hacerse preguntas, pero es necesario preguntar de tal modo que lo posible aparezca como probable en la realización. Y que aparezca conforme al arbitrio de una necesidad de trascendencia, que exceda la satisfacción conservadora por lo institucionalmente aceptado, aquello que el deseo de seguridad del hombre mediocre insiste en proclamar como frontera de la realidad, confundiéndola con límite de lo real, sin saber ni poder discernir entre el frontis donde algo se cierra y el limen donde algo se abre. La inteligencia conceptual del pensamiento y la voluntad constructiva de la política se esclarecen mutuamente. A través del logos, en el diálogo –relación simétrica que define la correspondencia–, el fundamento (metafísico) y el funcionamiento (político) permiten organizar el orden (democrático) conforme a principios (trascendentes) y valores (superiores). El valor agregado que provee el diálogo a la vida del hombre reside en su posibilidad para descubrir lo gregario de la condición humana: identidad forjada en la identificación. Esta dinámica patentiza el progreso a un destino, en los fines, sin renunciar al regreso a un origen, en los principios, acompasadamente, como el ritmo del corazón y de la respiración. Así también, la alteridad del otro nos encomienda a la mismidad de uno, de manera que los significados de la periferia se sintetizan en el sentido del centro. Este planteo teórico no está exento de aplicaciones prácticas, sobre todo, si aspiramos a un abordaje realista de cuestiones irresueltas en la vida democrática: la exclusión y marginación de los oprimidos, los nuevos bárbaros de la civilización moderna, los innombrables cuya voz clama en el desierto. Ellos son capaces, hoy, de hacer caer el ilusorio sistema de seguridades de los estados modernos: la lingüística de su corporalidad nos insta a replantearnos acerca de qué queremos decir cuando hablamos de democracia. ¿Qué patentiza para nosotros su emergencia? ¿Una posibilidad de apertura espiritual o una cerrazón mental? El pensamiento crítico de lo real, en la crisis de realidad, no resuelve casos: los problematiza. El progreso social, ciertamente, debe mucho a los diversos métodos de acción aplicados por la mentalidad científico-técnica, pero el desarrollo humano se manifiesta en la unicidad de un camino de regreso al origen, de donde todas las causas proceden, como los rayos de una rueda. Ese camino de regreso acerca al hombre a su esencia humana, a su humanitas. In stricto sensu, lo hace regresar al principio a partir del cual la historia misma se hubo manifestado en su despliegue gradual. A diferencia del progreso sustancial, rico en realizaciones materiales, aquel regreso esencial resulta pleno de realidades espirituales. Porque el hombre busca afuera lo que no encuentra dentro, es que una cultura cuya prevalencia científico-técnica resulta tan rica en saberes es radicalmente tan pobre en sabiduría. Nuestra perspectiva para enfocar las contradicciones que la Modernidad ofrece a la democracia repara en la correspondencia entre metafísica, concebida como la actividad más alta y universal, en tanto aspira a contemplar la esencia del ser, y política, construida como la acción más profunda y general, en tanto aspira a comprender la existencia de los hombres. La verdad del pensamiento y la certeza de la política conforman una síntesis que podríamos imaginar como figura de la asertividad humana: ser uno siendo con otros. Afirmar lo propio sin negar lo ajeno constituye eje del diálogo y sentido de la convivencia. Porque todas las actividades y acciones humanas, en cuanto resumidas en el ser y hacer del hombre, constituyen pensamiento y política, es que la correspondencia entre ellas obra como superación de las contradicciones (aparentes) que plantea su interrelación. En esta acepción amplia, hemos de referirnos al pensamiento y la política en el presente trabajo. Dicha amplitud no puede atribuirse sino a una apertura de la razón orientada por el intelecto, de la mente guiada por el espíritu. No nos agrada la expresión militancia política, porque encontramos en ella una connotación ajena a la vida civil. Nos gustaría hablar de participación política, en sentido laxo, y de actuación política, en sentido estricto. La política no forma soldados: forma ciudadanos. Acaso el lenguaje deje al descubierto que, para muchos partidos y agrupaciones, la cosa pasa más por el reclutamiento que por la formación. El fortalecimiento de la democracia, antes que un asunto estadístico, donde lo importante residiría en la cantidad de votos reunidos, debiera constituirse en un asunto de estado, donde lo prioritario fuera la calidad de valores representados. El principal veedor de esa misión es la educación pública, cuya gran responsabilidad es la de formar personas. No hay ciudadanos si antes los hombres no se han convertido en personas. Ser persona es trascender necesidades de auto-conservación –en el nivel fisiológico–, en pos de aspiraciones de auto-realización –en el nivel psicológico. La personalidad se abre en una red experiencial del ser y en una redacción expresiva de la existencia, enhebradas por el pensamiento y el lenguaje, que conllevan como tarea primordial el habitar la tierra y construir el mundo. El ejercicio democrático afianza la personalidad y, simultáneamente, se afianza en ella. Mientras el disciplinamiento autoritario se cierra en la represión del cuerpo físico, mental y espiritual, la disciplina del diálogo –pensar compartido en la palabra– se abre a su comprensión. El credo del diálogo se basa en la aceptación de las diferencias, entendidas éstas en su acepción de identidades personales. Toda conversación propone una conversión de la dualidad (que nos aleja) en la unidad (que nos acerca). Proposición que se enuncia en la oración: tú y yo somos nosotros. Un credo laico, se nos dirá, pero sagrado como pocos. Si hay un fundamento en la democracia, es la persona. Y si hay un funcionamiento democrático, se da en el diálogo. De tal manera, la libertad de expresión en la palabra patentiza la libertad de experiencia en el pensamiento, a través de la pertenencia a un ámbito compartido: el logos. A pesar de fallas estructurales y falencias funcionales, la democracia entraña una modalidad benévola para el desarrollo social y el crecimiento económico de los pueblos, merced al reconocimiento del derecho humano a ser persona y del derecho político a ser ciudadano, en un ámbito abierto de pertenencia, integración, inclusión y equidad. Cuanto más se pronuncia el peso de las mayorías, tanto más necesario resulta anunciar el valor de una elite. Pensar la política es una de las tareas inherentes a la elite intelectual. Cuando aludimos a una elite intelectual, estimamos preciso desterrar la peregrina idea de una minoría privilegiada. Porque, ¿qué privilegio intentaría arrogarse quien se entrega al pensamiento, haciendo de cada pregunta una espera, y, más allá de toda utilidad y rédito, busca la verdad? ¿Podría su afán de des-ocultamiento cubrir con algún privilegio la desnudez de su intemperie? Pensar no es una consolación en ilusorias seguridades y apariencias confortables; tampoco, un refugio donde acumular vanidades egóticas. Es cierto que el mundo no acompaña al pensar solitario, pero el pensar acompaña solidariamente al mundo. En ese acompañamiento, está presente el intento por comprender, sobre todo, sus márgenes inexplicables. Insistimos en que el pensamiento debería concebirse como la actividad más alta, mientras que la política debería construirse como la acción más profunda. El pensar activa nuestro conocimiento del ser, mientras la política acciona nuestra comprensión de la existencia. Para simplificar la cuestión con una intención didáctica, diremos: mientras el espíritu hace metafísica, el alma hace política. Para el hombre, habitar la tierra es construir un mundo, y esa construcción, en el sentido más riguroso de la palabra, representa una construcción política. Conocimiento y comprensión se solicitan mutuamente en la comunicación, cuya excelencia se alcanza en el diálogo, síntesis entre experiencia y expresión, pensamiento y lenguaje, ser y existencia. El diálogo queda definido como relación biunívoca y simétrica, donde hay una autoridad compartida: los participantes con-versan, y la suya es una con-versión de mutua entrega. El autoritarismo alude a una relación unidireccional y asimétrica, donde hay una orden impartida: uno ordena y otro/s obedece/n. El autoritarismo está centrado en el dominio de uno que ordena sobre otro/s que obedece/n. El diálogo, en la mutua comprensión de quienes conversan. La aversión al otro, dominado en la abyección de la orden que lo subordina, define una patología clásica: la del perverso. Entonces, no está demás afirmar que el autoritarismo constituye la perversión del poder. No resulta difícil percibir que la moral que corresponde a la mentalidad autoritaria es la hipocresía. En efecto, al abuso de autoridad en la conducta le acompaña la impostura de una normalidad en la conciencia. Ab-uso e im-postura aluden a la ausencia, a un alejamiento del ser en la inautenticidad de la existencia, a la engañosa presencia de lo simulado, de suyo, bajo el dominio de lo aparencial, que constituye per se la imagen de la época del final de un ciclo, en el que las seguridades del estado burgués están cuestionadas sin que puedan vislumbrarse formas alternativas de un proyecto superador. En tal sentido, resulta evidente que la Posmodernidad no alcanza a definirse sino en relación con la Modernidad a la que aspira a reemplazar. Acaso podría resumirse este status quo como la certidumbre de una incertidumbre. Sólo con dificultad podríamos alcanzar a ver en el progreso de la actual situación planetaria algún tipo de enderezamiento hacia valores superiores y principios trascendentes, superadores del individualismo descarnado del sistema capitalista y del corporativismo masificador del sistema comunista. Sin embargo, esa dificultad no implica sino la posibilidad de una transformación, y las pruebas que plantea definen su probabilidad. Al respecto, la re-significación del progreso en un sentido de trascendencia habría de plantear, para nosotros, una re-asignación de recursos en los campos del pensamiento y la acción, algo que entrañaría un giro en la conducción, orientada ésta hacia la cooperación entre el saber intelectual y el poder político. La necesidad de esta posibilidad prueba que la contradicción entre progreso y Tradición es sólo aparente, apenas se percibe la correspondencia entre ambas. Trascendencia metafísica, correspondencia ontológica y cooperación metodológica definirían el encuadre lógico del orden democrático. Qué habría de lograrse con ello sino la sustentabilidad de su funcionamiento y la estabilidad de su estructura. Nada más errado, como en todas las instancias reales, que las visiones polarizadas, en nuestro caso, de un pensamiento separado de la política o de una política separada del pensamiento, porque si el pensamiento es principio para la política, la política es fin del pensamiento. No puede concebirse uno sin construirse la otra, así como acontece con el origen y el destino. La estructura procesal del pensamiento y la función procedimental de la política hablan de lo mismo: un habérselas con lo real. De manera que, al abordar cuestiones teóricas, tácitamente, estamos abordando problemas prácticos. En democracia, un tema crucial es establecer la sinergia entre el crecimiento económico y el desarrollo social en la vida humana de un pueblo. Ni el capitalismo ni el comunismo poseen una visión integradora del hombre en su completitud, constituyendo modalidades agónicas de la humanitas. El poder que simbolizan, lejos de afirmar posibilidades armónicas de desarrollo y crecimiento, se ejercita en negar la integridad de la persona humana, reducida y aminorada por el disciplinamiento psico-social. Desinteresado en trascender la materialidad de la existencia, ¿serviría un poder así para crear condiciones sustentables de vida para las personas y los pueblos, conduciendo a una dimensión que calificaríamos como propiamente humana? Denegada la cualidad por la cantidad, el materialismo desvaloriza al hombre y lo devalúa en individuo o masa, cuyo precio para el mercado está en relación directa con su rendimiento productivo, entendiendo la producción no como poiesis o creación sino como re-producción estandarizada, ausente de cualquier atisbo de sello personal. La denominación de clase activa y pasiva ¿no sugiere acaso una regulación de balance contable? En cualquiera de aquellos sistemas, el proceso de igualdad no lo realiza el logos, en tanto disciplina del pensamiento, sino la logística, en tanto disciplinamiento de la ideología, ya que no hace falta pensar para producir en serie: basta con reproducir casi mecánicamente una serie de pasos secuenciales, que han sido debidamente calculados. Cuando la reflexión ha sido reemplazada por el cálculo, como sucede en el mundo técnico de la Modernidad, la organización sistémica decide la línea de ensamblado y montaje de la cadena de producción. Paralelamente a esta cadena sin fin de la producción, corre la cadena sin fin del consumo. En este punto, hemos de ver que la organización de los medios ha reemplazado, en nuestra época, al orden de los principios. Si esto resulta justificable en la dirección de una empresa, es intolerable en la conducción de un estado. En la política moderna, abunda la dirigencia y escasea la conducción. Dirigir implica una posición adelantada de dominio; conducir, una de acompañamiento. En los sistemas cerrados del capitalismo y del comunismo, el dirigismo ha suplantado la educación del pueblo por su adoctrinamiento, aun cuando lo que se pregone sea la libertad individual o la emancipación social. ¿Acaso la negación valorativa que mutuamente se profesan no representa una mirada sesgada de dogmatismo y una acción inficionada de autoritarismo? En la mentalidad de negación, presente en el dogmatismo y el autoritarismo, está ausente la noción de cooperación. Sin pretender agotar un tema de por sí denso en contenidos, nos permitimos decir que la cooperación no vendría a significar sino la realización de la correspondencia entre planos coordenados, es decir, ordenados a un solo fin: el encuentro efectivo de la unidad en el ejercicio activo de la diversidad. El mundo, visto como conjunción de corporaciones privadas o públicas, no deja alternativa para la disyunción: se está dentro o fuera de su régimen. Se trataría de una inclusión excluyente, que connotaría, bajo la apariencia libertaria (del capitalismo) o emancipadora (del comunismo), la moral hipócrita del autoritarismo. La vigilancia y control del dominio definen la hegemonía del poder autoritario, que, para fagocitarlo todo, ha debido asimilar los modales democráticos o los argumentos revolucionarios. No importa tanto que esto suceda a la derecha o a la izquierda sino, antes bien, que la humanidad se aparte del centro y desvíe de su eje. Es claro que la igualdad propuesta por estas dos visiones políticas repele la diversidad como al peor de sus enemigos. Bajo el modo simulado de la fingida unidad liberadora, esconde el yugo de la uniformidad dominante. Así, capitalismo y comunismo son expresiones sombrías de una época radicalmente sombría, posiciones extremas que reniegan del sendero del medio, que conduce al centro. II Casi imperceptible resulta la frontera entre dogmatismo y autoritarismo, porque parecieran ser idénticos sin serlo. El primero, obsesionado en su compulsión por el cumplimiento de un corpus axiomático –que es incapaz de interpretar con criterio realista– prepara el suelo para el segundo. En el abuso dogmático y autoritario, se advierte una mentalidad cerrada al re-conocimiento de la alteridad en lo diverso, a la posibilidad de encuentro en el diálogo y su proyección en la asociación cooperativa. La no aceptación de las diferencias, en última instancia, connota el temor a la contaminación de la supuesta pureza en que se fundaría la propia vida. Surge, en consecuencia, la recursividad de la purga o el exorcismo, ritual de combate contra el mal, encarnado éste en la figura del doble, que ejemplifica la dualidad y signa la conciencia disociada. Esta división mental conlleva la división social entre probos y réprobos, amigos y enemigos. El otro es objeto de mi necesidad y sujeto de mi deseo. En el fondo, lo que subyace en esta actualización mental es la necesidad de dejarse seducir por el deseo hacia el otro para, finalmente, anular su posibilidad de existencia. El otro es alguien para la necesidad de dominio y nadie para el deseo de anulación. Admitiendo que las carencias interiores se manifiestan o proyectan en abusos exteriores, el autoritarismo puede verse, en cierto punto, como una conducta adictiva al poder, que pervierte la conciencia de quien la ejercita. Abuso en la conducta e impostura en el carácter se solicitan mutuamente, de manera cuasi-análoga a la cabeza y la cola en la figura simbólica del uróboros, aun cuando en lo que estamos describiendo se trate de una analogía de la deformidad, la contrahechura monstruosa de una realidad subvertida, en el plano ético y cinético. Sostenemos que la democracia más que un sistema de gobierno es una forma de vida que se funda en el diálogo de las diferencias, en el condominio de modos de ser y en el cohabitar de nodos de existencia Diá-logos significa a través de la palabra (que expresa la razón), o a través de la razón (que experiencia la palabra). De suyo, esta vía de doble circulación señala una correspondencia entre pensamiento y lenguaje, entre ser y existencia. Sabemos que una acepción de logos es medida, en contraposición a hybris o desmesura. Entonces, no resulta difícil percibir que, así como el logos es la medida del ser, el ser es la dimensión del logos. La presencia de las diferencias en la forma de vida democrática obra como límite que, lejos de separar, une; y, lejos de dispersar, concentra. Porque es a partir de lo liminar que algo realmente comienza, el reconocimiento de las diferencias se orienta al conocimiento de las identidades, así como la diversidad de la existencia a la unidad del ser. En tal sentido, el diálogo de las diferencias que plantea el modo de vida democrático asumiría, en sus mejores momentos, la inequívoca forma abierta de un encuentro tras-individual, en el que, paradójicamente, estarían aseguradas las personalidades de los actores intervinientes. Por si hiciera falta, señalamos que lo humano se burila en la indivisibilidad única de la personalidad y no en la multiplicidad repetible de la individualidad. Entonces, quedaría más claro lo dicho respecto tanto del capitalismo cuanto del comunismo, de-formaciones políticas que deniegan el sentido de trascendencia inmanente a la persona humana, subsumida ésta, o bien en la individualidad descarnada, o bien en la masividad corporativa. La persona humana no es ni un caso accidental de la historia ni una cosa fortuita en la existencia, sino la epifanía del ser. Cuando, en nombre de la ideología capitalista o comunista, se niega lo sagrado de la condición personal, se profana la esencia del hombre. En esto, hemos de ser explícitos: todo fundamentalismo no es sino, en su fondo oscuro, un reduccionismo de la verdad, la belleza y la justicia al poder autoritario, cuya intención es vigilar, controlar y dominar a las personas y a los pueblos. Y es que, bajo la aspiración totalizante del sistema cerrado, yace la inspiración totalitaria del régimen disciplinante. Al contrario de lo que podría suponerse, esta tendencia no nace de la espiritualidad religiosa sino de la ideología política, presente históricamente en las religiones cuando éstas dan preponderancia a los aspectos seculares mundanos por sobre los del orden sagrado, lo cual puede entenderse como una desviación de los principios originarios, algo que, de suyo, señala un torcimiento de la coherencia doctrinaria, cuando no un quiebre liso y llano, que constituye la degeneración, corrupción y muerte de una forma tradicional. Lo que queda es nada más que cáscara vacía, tanto más peligrosa en la medida que puede ser habitada por potencias diametralmente opuestas a las fuerzas espirituales que orientaron su vitalidad en el pasado. En este punto, es menester comprender que la corrupción, cualquiera fuere el ámbito donde se verifique, no es más que una consecuencia de la falta de vitalidad de un organismo o de una organización, una decadencia de los valores y principios que fundamentan su funcionamiento. Como apertura a una común unión, el diálogo constituye el numen de todo vínculo, conversación primordial entre tú y yo, conversión originaria en nosotros. Conversar nos convierte en comunidad. Diferentes sí, pero no divididos; unidos sí, pero no uniformados. Así, la relación equitativa de las diferencias, la relación del logos en los modos de ser, funda el diálogo inter-personal y hace funcionar la vida democrática en el más estricto sentido de sus posibilidades. No se trata de un elemento más de su constitución sino la piedra angular de su arquitectura, aquella que define el equilibrio entre las partes y la estabilidad de toda su estructura. Nada, entonces, más alejado de la verdad que concebir la democracia como obra de un plan maestro, acabado y cerrado, cuando se trataría de un proyecto a realizar en un proceso de enseñanza-aprendizaje continuo y abierto. En democracia, todos somos aprendices, unos de otros. Esto queda en evidencia apenas percibimos que el diálogo es un habla que se ejercita en la escucha. No sería justo dejar de señalar nuestra confluencia, al menos en parte, con el pensamiento de Rancière: la razón es la medida de igualdad entre los hombres. De tal modo, la democracia se nos presenta como ejercicio dialogal de la igualdad fundamental en la diversidad funcional. En este sentido, la democracia anunciaría per se la preservación del signo vital de lo humano, a saber, la unidad del ser en la diversidad de la existencia, la visión de lo uno en la versión de lo diferente. Un estilo de vida cuya trascendencia habría de descubrirse en la trasparencia, porque lo uno (del yo) y lo otro (del tú) no serían sino alternancias de lo mismo (del nosotros), conjugadas solidariamente. Sólo la democracia garantiza la mayoría de edad política a la persona, en su carácter de ciudadano y no de súbdito. Sin dudas, esa edad de la razón es asequible a todos en democracia, como un derecho equitativo y participativo, no privilegiado ni sectario. Si algo enseña el estilo democrático, es que vivir es un aprendizaje compartido, no una experiencia insular: uno es siendo con otros. Esta relación vincular convierte ajenidad en proximidad; no allana el conocimiento imposible de la otredad, pero facilita una probable comprensión de lo distinto, de un modo justo y necesario, no sujeto al cambio de lo transaccional, al mercadeo de lo utilitario, a la confusa uniformidad de una opacidad que desfonda la vida de sentido, haciendo del hombre una cosa intercambiable, un fusible de la maquinaria sistémica. Hace justicia a la necesaria unicidad de cada persona. En democracia, se parte de la igualdad, como principio, para arribar a las diferencias, como fin. Esta equidad no es sino la figura paradojal de una forma veritativa: somos iguales para ser diferentes.
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NOTAS | |
* | Ernesto F. Iancilevich es un poeta y ensayista argentino, Buenos Aires, 1952. Licenciado en bibliotecología y documentación por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde cursó estudios de filosofía. Miembro del Colegio de Graduados de Filosofía y Letras y de varias sociedades de autores y escritores. SYMBOLOS ya ha publicado de su mano: "La Edad Sombría". Ver también aquí "Los Signos de la Confusión". |