LA ÉPOCA DEL FINAL DE UN CICLO
ERNESTO FERNANDO IANCILEVICH
Continuación y fin

III

La relación de lo político y lo popular es, si no de identidad, al menos, de identificación, conforme lo indica la etimología de la palabra griega polis y su traducción latina populus. Sabemos que los romanos transmitieron la cultura helénica traducida a su propia mentalidad, de manera que Occidente es, en esencia, Grecia, y, en sustancia, Roma. Así entonces, el pueblo adquiere conciencia de sus derechos en su relación con la política, mientras la política se hace consciente de sus deberes en su relación con el pueblo.

No reconocer en la persona humana al sujeto, a la vez metafísico y político, sobre el que se funda el populus y la polis, significa desconocer el origen y destino de la historia: habitar la tierra y construir el mundo. Si, en nombre del individualismo o del corporativismo, anulamos por completo la personalidad, habremos de negar el sentido trascendente de la historia, lo cual significaría para la vida humana un auténtico descenso a una existencia infra-humana. En el olvido del ser y el ocaso del logos, la conciencia quedaría hundida en un fondo ominoso, desprovisto de racionalidad, haciendo imposible ningún acceso a lo numinoso del espíritu.

¿Hay vecindad entre pensamiento e ideología? Al preguntar de este modo, desplacemos, por un momento, la interrogación hacia los surcos donde pensamiento e ideología zonifican lo real, convirtiéndolo en realidad. Esta digresión mueve la pregunta como un foco de luz que ahora ilumina otra cuestión hasta el momento en penumbras. La cuestión al margen, en los bordes de la pregunta formulada inicialmente, apunta al fundamento (propuesto por el pensamiento o supuesto por la ideología), cuestión nodal que ensimisma el preguntar en lo problemático y lo aleja del merodeo circunstancial en que la curiosidad se complace. La pregunta por el fundamento no es una pregunta más sino la divisoria de aguas entre dos posiciones existenciales: el saber y el poder.

La Modernidad puede interpretar la complejidad existencial como división en la multiplicidad, pero no sabe descubrirla unidad en la diversidad. Selva hermenéutica de ideología y desierto heurístico de pensamiento, pletórica de medios, recursos e instrumentos, su división de saberes es, en sí, un saber dividido, con todo lo que ello indica acerca de la conciencia disociada, incapaz de pensar la unidad del ser en la diversidad de la existencia.

Así como los rayos de una rueda vienen del centro y vuelven a él, lo complejo procede de lo simple que le precede, como lo diverso de lo uno. De manera análoga, se nos presenta el poder en su procedencia del saber, y el saber en su precedencia respecto del poder. Lo que podríamos afirmar acerca de la inteligencia y la voluntad, podríamos también hacerlo en referencia al pensamiento, que es mirada o teoría, y la ideología, que es acción o praxis. Si somos capaces de discernir sus diferencias, la convivencia entre ellos puede llegar a ser no conflictiva y hasta armónica, según parámetros de razonabilidad cuyo patrón de medida fuera el logos.

Antes que responder si hay vecindad entre pensamiento e ideología, es necesario sostener dicho preguntar en la reflexividad crítica de lo complejo, instanciando sin premura la analítica que nos encomienda a la esencia del fundamento. El funcionamiento pragmático-utilitario del mundo moderno evita preguntar de este modo, porque ello significaría cuestionar las seguridades sobre las cuales sustenta la eficacia de su rendimiento.

No otra es la confusión de nuestra época que restar al sumar y dividir al multiplicar, tomando la especialización como la cima de una montaña mágica e ilusoria, parecida a una Babel doxográfica o a un laberíntico juego de jergas. Es cierto que la búsqueda del centro no nos exime de la complejidad sino, por el contrario, nos la exige, en cuanto red abierta a lo real; pero la complejidad de lo diverso no ha de identificarse con la complicación de lo disperso. Tal extravío en la multiplicidad divisoria de lo fragmentario responde, en el hombre moderno, a la amnesia de su origen y al extravío de su destino.

El pensamiento de la complejidad no alude más que a la diversidad de un plegamiento hacia la interioridad del centro. En esto, hemos de ver que la especificidad de los medios físicos, que justipreciamos en cada una de las ciencias, debería acompañar la universalidad de los principios metafísicos, y no aislarse en una auto-referencialidad, más próxima a la soberbia de la mente autoritaria que a la humildad del espíritu de servicio.

Lo que insinúa el ocaso del logos, en la división omnímoda de significados, es la sombra de la hybris, en la fragmentación de sentido. En una instancia final, la figura del amontonamiento de la multiplicidad no será otra que la del desmoronamiento de la unidad.

El principio del orden es la ley, y el fin de la ley es el orden. No puede construirse éste sin concebirse aquélla. Si la construcción del orden es la organización, su obra es el progreso. No estaría demás tener presente que la arquitectura (del saber y del poder) es una ciencia en sus principios y un arte en sus fines: parte del diseño para llegar a la obra.

Decir que el logos es la ley del ser, y que la ley es el logos de la existencia, es lo mismo y no es idéntico. Por fuerza, es necesario que lo idéntico se separe de lo distinto para que puedan unirse en lo mismo. Hemos de afirmar, entonces, que el logos es la ley que ordena la realidad intelectual en su fundamento, en tanto la ley es el logos que organiza la realización política en su funcionamiento.

En cuanto la acción política representa la realización sustancial de la actividad intelectual, y ésta la realidad esencial de aquélla, la correspondencia entre ellas no sería sino base de sustentación para su cooperación.

Si, hasta el momento, la democracia se ha caracterizado por buscar soluciones a cuestiones prácticas, es preciso también que encuentre dentro de sí la formulación de problemas teóricos, deteniéndose a mirarse, para que el movimiento exterior no se transforme en pura agitación, en irreflexivo frenesí por la acción. Pensar la política en el cauce democrático no podría, según nuestro criterio, sino constituir el capítulo más comprometido de la actividad intelectual.

No pocos harán caer sobre nosotros la acusación de fundamentalismo. Al respecto, la sola distinción entre autoridad y autoritarismo obra en nuestra defensa: el fundamentalismo no es un fundamento sino su completa negación, bajo la especie de una simulación, de la suplantación de una realidad verdadera inconveniente por una conveniente realidad falsa. Por si hiciere falta, diremos algo más: el fundamentalismo representa el recurso ideológico de que hace gala la mentalidad autoritaria para vigilar, controlar y dominar el pensamiento y la acción ajenos e imponer la hegemonía de los propios, denegando cualquier posibilidad de diálogo.

En contrapartida, el diálogo democrático se manifiesta como la oferencia de las diferencias en una red vincular de convivencia, que llamamos comunidad, y en la cual ha de reconocerse la fuente de autoridad que, participada a todos en general, no es privativa de nadie en particular. En comunidad, lo común del logos comunica la unidad del ser.

Desde nuestro punto de vista, el autoritarismo constituye la negación sistemática o sistema de negación de todas aquellas instancias de apertura a la diversidad de lo uno. En esta cerrazón mental, la dimensión personal queda, lisa y llanamente, aniquilada, como observamos en dictaduras y demagogias, donde no hay un ejercicio formal de la política sino una de-formación disciplinante de la ideología.

El autoritarismo parece, a simple vista, más una voluntad que ordena (la existencia) que una inteligencia ordenada (al ser), invirtiendo así el orden jerárquico. En tal sentido, el principio de autoridad –tan mentado pero tan poco sentado en la época actual– consistiría en una autoridad supra-individual que respondiera al orden de la trascendencia. La jerarquía (hieros arché) es principio sagrado del orden. En cuanto supraindividual, trasciende lo contingente y transparenta lo necesario. De este modo, el orden sagrado es el orden de la trascendencia, el orden metafísico del ser, necesidad princeps para la existencia. Puede comprenderse, entonces, que el origen popular y el destino nacional se dimensionen conforme una necesaria trascendencia del estado, cuya sola mención interpela en nosotros la moción de una tesis resuelta, de una síntesis entre la necesidad del origen y la posibilidad del destino.

Lo jerárquico no se comprende como la imposición de un dominio sino, más bien, como la composición de un condominio, un cohabitar de la diversidad de la diferencia en la unidad de la convergencia. Cada modo de ser es un nodo en la red de la existencia. Así como cada persona humana transparenta en sí la trascendencia social de un pueblo, cada pueblo transparenta en sí la trascendencia política de una nación. Sólo contemplando la necesidad metafísica de uno, puede comprenderse la posibilidad política de la otra.

En democracia, el principio de autoridad reside en la Ley del Logos, que cada Constitución Nacional puede alcanzar a traducir y transmitir de manera relativa y nunca absoluta. A ella sirve el poder político, de resultas de lo cual, cada vez que éste último se proclama absoluto, subvierte el orden trascendente. Este desvío distorsiona la forma originaria de gobierno, aleja al pueblo del logos y a la nación de la ley; en las figuras del dictador y el demagogo, absolutiza lo relativo, proclamando, como en el absolutismo monárquico de ataño: el estado soy yo. Esta deformidad monstruosa marca, como pocas, el ocultamiento del ser metafísico en el ocaso del logos político. Cuando se absolutiza la presencia del estado en una figura, la forma popular de la política está ausente.  

Extravío político y amnesia metafísica se nos presentan como los signos de una decadencia vital en el cuerpo de una comunidad, y es en ellos donde debe buscarse la causa eficiente de la corrupción moral. Demás estaría decir que la corrupción de las costumbres en las identidades personales, así como en las instituciones públicas, representa, para la política, un problema a solucionar, y, para el pensamiento, una pregunta a problematizar.

Extravío y amnesia nos hablan de la crepuscularidad mental que acompaña la opacidad espiritual de la época del final de un ciclo; porque aquello que denominamos mentalidad de negación no es más que negación del espíritu. Es ella la que hace descender al hombre a una condición ciertamente infra-humana, al denegarle toda posibilidad de trascendencia. Cerrada toda posibilidad de acceso a estados superiores del ser consciente, lo único que queda es excavar la entraña de los estados inferiores del inconsciente; es esto lo que define el accionar del hombre moderno: confundir la profundidad intelectual de la conciencia con un descenso al fondo pulsional del inconsciente. Este desfondamiento mental no puede más que traducirse en una verdadera fragmentación interior. Mucho de ello se percibe en el estado de agitación que caracteriza la existencia actual y en su incapacidad para alcanzar la serenidad. Hay que hacer, no importa qué; y hay que moverse, no importa para qué; hay que buscar la novedad; hay que alimentar el deseo con la necesidad de posesión. Precisamente, ese deseo de posesión constituye el sustratum del consumismo.

Cuando la voluntad queda ordenada por el deseo, y no por la inteligencia, es que un desorden auténticamente importante se ha producido en la mente del hombre: el extravío de una enajenación, el dislocamiento de su racionalidad, la pérdida de la identidad personal. Este extrañamiento de sí conlleva el vaciamiento de sentido. En cuanto la esperanza metafísica está ausente en el espíritu del hombre, se presenta la angustia existencial en su alma. Llevado de un sitio a otro por los medios omnímodos de la persuasión ideológica, no es artífice de sí sino artefacto del sistema. En esto, alcanzamos a advertir que el hombre-individuo y el hombre-masa no representan más que una variable numérica, un ejemplar cuantificado para el universo de discurso. La teoría o mirada, tanto del capitalismo como del comunismo, busca substraer al hombre de su propia conciencia, de la libertad consciente de sí, como podría hacerlo el mejor de los ladrones, al robarle todo lo que tiene valor para el sujeto, a saber, su ser de razón y su razón de ser, aquello que lo convierte en único y distinto, necesario y posible, en cuanto persona.

El arte de la persuasión –que combina retórica y oratoria–, por momentos, emparienta a ciertos gobiernos autocráticos con algunos regímenes totalitarios, ocupados unos y otros en el ocultamiento de la realidad y la simulación del relato. Hablamos del proceso neurótico de negación de una realidad verdadera, pero incómoda, y la suplantación por otra falsa, pero conveniente; y en ello, hemos de ver que el discurso del pensamiento único de dictaduras y demagogias excluye el diálogo de pensamientos diferentes. Como puede alcanzar a percibirse, hay en este mecanismo una recursividad de lo siniestro, una denegación de la identidad en la anulación de las diferencias, bajo el modo ficcional de la asimilación al orden instituido por el poder dominante. Ciertas democracias de Occidente funcionan con esta moral hipócrita: el sistema de libertad que declaman es un barniz que pretende ocultar el orden cerrado del disciplinamiento. Como un espejo de feria, muestran las fealdades crepusculares de una época que, en nombre de la igualdad, anula las diferencias; tal lo monstruoso que pretende exhibirse como sublime, la pérdida de la personalidad que intenta mostrarse como ganancia para el individuo ¿No hay una contradicción entre la democracia, como diálogo de las diferencias, y la democracia, como igualdad indiferenciada? O una concepción es verdadera y la otra es falsa, o las dos son falsas, ya que ambas no pueden ser verdaderas.

Que la democracia necesita políticos amigos de la justicia es tan cierto como que ella necesita también pensadores amigos de la verdad. En circunstancias privilegiadas, ambas cualidades pueden confluir en un solo hombre. Si bien cada época espera su hombre providencial, no todas las épocas están preparadas para recibirlo. En cuanto providencial, un hombre así trascendería las contradicciones y transparentaría las correspondencias; retendría para sí las cualidades del prodigio, a saber, suscitaría reverencia y, al mismo tiempo, horror.

En la época del final de un ciclo, el principio de realidad resulta más imprescindible para la comunidad planetaria que cualquiera otra esperanza providencial, porque el realismo crítico, que de él pudiera emerger, habría de significar para nosotros la mejor preparación para las pruebas más difíciles, aquéllas que nos habrán de enfrentar con el fin del mundo conocido, como ilusión, y el inicio de una tierra nueva, como realidad.

El olvido del origen provoca el extravío del destino, hemos dicho en otro texto. En tal sentido, hay una correspondencia entre olvido del ser, anomia social y anarquía política, en cuanto la denegación de la actividad metafísica deriva en la devaluación de la acción política. Sin fundamento teórico, su funcionamiento práctico, librado al juego de las contradicciones, carece de consistencia. Sin mirada interior, no hay morada exterior; apenas, el nomadismo errante de una conciencia separada del orden trascendente, algo que evoca el destierro original, descrito en el epos mítico.

El criterio pragmático-utilitario que guía aquel mapa mental suele relativizar lo absoluto y absolutizar lo relativo, confundiendo la parte con el todo y las partes entre sí. Al respecto, podríamos mencionar como ejemplo ilustrativo la falaz identificación que algunos dirigentes, influenciados por el marketing, hacen entre la administración –capítulo de la economía– y el gobierno –capítulo de la política–, acaso porque, para ellos, la conducción del estado resulte idéntica a la de una empresa.

La Modernidad, en sus inicios, había devaluado al homo sapiens en homo habilis, y, en sus postrimerías, lo ha descendido a la condición de homo utilis. Dependiente de los medios técnicos para todo, incluso para hablar de sí mismo, queda subordinado a ella en todo; subyugado por la fascinación magnética que ésta le provoca, no advierte que ha caído bajo su yugo. Y es que la técnica ha pasado a configurar la presencia visible de la cultura y el amo invisible de la política, desde el momento en que nada escapa a su vigilancia, control y dominio. Así, el hombre consagrado falsamente a la técnica, en cuanto objeto de su señorío, termina por profanar verdaderamente su propia humanitas en la sujeción servil de la propia subjetividad, apropiada por la dominación de un poder que excede sus fuerzas.

Pensar por fuera de la técnica y de la ciencia, es pensar adecuadamente la técnica y la ciencia, re-integrándolas en una unidad que ha sido fragmentada en la conciencia, de un modo ilusorio, como solamente podría acontecer.

IV

Pensar es como amar: un acto de entrega. En tal sentido, dialogar es un acto de mutua entrega. En esa donación gratuita, hay una apertura física, mental y espiritual. Comprender a otro es abrazarlo en las semejanzas y en las diferencias. Diremos algo que, por cierto, se nos ha vuelto habitual sin que lleguemos a habitar todo su contenido: la comunicación constituye el fin del conocimiento, así como la comprensión el de la comunicación. Sin embargo, es frecuente que ésta última quede aminorada en el intercambio de información, en la conexión de datos sobre el mundo. Porque estamos más conectados, es que menos comprendemos, unos de otros, lo que transgrede los planos de la explicación y se abre a una dimensión de misterio. Para conectarnos, podemos reducir la información a bites, pero para comunicarnos, necesitamos ampliar el conocimiento a la vida, que, si nos detenernos a pensar, está más cerca de lo inefable que de lo decible.

En razón misma de la prevalencia de la información por sobre el conocimiento, la vida de cada uno de nosotros queda reducida a datos que son clasificados por el ordenador del sistema hegemónico. Este ordenamiento exhibe la voluntad de un poder que tiende a convertirnos en autómatas de su designio, en figuras numéricas sin forma numénica.  

No es raro advertir que el grado de oscurecimiento espiritual de una época acentúe la confusión mental, al extremo de que el totalitario –en las figuras del dictador y el demagogo– es tomado como liberador de la conciencia nacional de un pueblo. Tanta es la devaluación en que el hombre ha caído que éste no quiere que lo conduzcan sino que lo dominen, que se ensañen contra su albedrío en lugar de enseñarle a ser libre. El siglo pasado tuvo su momento de un casi total oscurecimiento con la toma del poder por parte de un movimiento oscuro en sí mismo: el nacionalsocialismo. Su fundador y ejecutor fue más un símbolo que un hombre: en él, se anunció la forma de la devastación futura. De seguro, no sucumbiremos por los efectos de la naturaleza sino, más bien, por nuestras propias acciones políticas sobre el orden natural. El infierno es, a menudo, una construcción mental de nuestras deformidades espirituales.

Lo profundo, si no se lo comprende como orientación fundacional del habitar humano, suele resultar el pretexto del discurso totalitario para desfondar en el hombre sus posibilidades personales. En nombre de una pretendida profundidad, suele descenderse a los bajos fondos, al subsuelo de la conciencia. Lo más bajo no funda: confunde. Así, el totalitarismo no es sino la expresión política de una deformidad espiritual. Los grandes dictadores de la historia han sido, ellos mismos, seres dotados de una portentosa fealdad espiritual, como una luz quebrada y fragmentada en sombras. Esa portentosa fealdad los ha dejado ver superiores a los ojos crédulos de quienes ya habían dejado de creer en la trascendencia. Y es que, cuando se deja de creer en la trascendencia, se está expuesto a depositar la credulidad en cualquier cosa que despierte emociones fuertes y sensaciones extáticas. Cuando se pierde el norte de la trascendencia, cualquier cosa que brilla, aunque sea el fuego aterrador de las antorchas, es tomada como la luz del sol.  

En la época del final de un ciclo, el abuso de autoridad o autoritarismo amenaza hundir a la cultura planetaria en una sombra aún más sombría que lo ya conocido. Minimalismo ético (en la conciencia) y maximalismo cinético (en la conducta) nos están llevando a la dislocación de nuestra posición en el mundo, a una multiplicidad que nos divide, a una división que nos anonada en una irremediable falta de sentido, en la agitación del movimiento sin reposo, liquidando toda posibilidad de permanencia y, también, de pertenencia: confundido en un mundo de cosas, el hombre ya no comprende las cosas del mundo, Para cuando este proceso de licuefacción se coagule, lo que hay de más bajo habrá de ocupar el lugar vacío dejado por lo más alto. En verdad, el final de los tiempos será la instauración de un espacio vacío, esto es, vaciado de contenido. Así, el espejismo cercado por lo ilusorio suplantará a la especulación acerca de la verdad. Sin embargo, nos es preciso decir algo más: la disolución resulta, en sí misma, la absoluta imposibilidad ya de solución alguna, y realmente se habrá hecho tarde, en el más estricto de la palabra, cuando el tiempo se acabe.

V

La pregunta por el poder interroga a la Modernidad en su núcleo. No se trata de reconocer uno de tantos modos de indagar acerca de lo que es el mundo moderno sino el modo en que éste responde, y la manera en que responde es, ante todo, una muestra de su poderío. Y es que el mundo moderno se presenta a sí mismo como el poder disciplinante sobre el mundo. Entonces, la construcción que el hombre hace de la tierra, para habitarla, en nombre de su poderío logístico, significa destruir el mundo, deshabitando la tierra de logos o sentido. A esto último, lo llamamos civilización moderna, y nos jactamos de sus líneas de progreso, de sus líneas industriosas de uniformidad seriada, de la capacidad omnímoda de reproducción sin el menor aliento creativo. Ser parte del mundo moderno es participar de él como artefacto, como facción fraccionada, devengada mecanismo de funcionamiento de las cosas. El hombre moderno se ve a sí mismo como algo que pasa y no como alguien que acontece: su transitoriedad se le insinúa como un escurrimiento hacia el sumidero, hacia el descarte por desuso. En tanto determinado por el uso en la conciencia utilitaria, se confina al desuso en la conducta social.

La Modernidad se muestra como el poder hecho mundo, y al hombre lo presenta, en cuanto objeto de ese poder, como sujeto dominado por aquél. Entonces, la realidad moderna reside en la realización del poder sobre el mundo; su fundamento deviene funcionamiento; su forma, figura.

La moda de lo moderno se propala a través de la noticia de lo novedoso. La Modernidad se muestra como la radiantez de lo nuevo en todo su despliegue. Ese despliegue irradiado no es más que el progreso material a cualquier precio, a costa de sacrificar el desarrollo espiritual. Nada más típico de esta situación, en que se encuentra sitiado el hombre actual, que la angustia interior, que acompaña la agitación exterior. Si algo corresponde a la angustia del vacío (adentro) es la agitación de la vanidad (afuera). Y, en tal sentido, la Modernidad se presenta tanto en la angustia del interior vaciado como en la agitación del exterior desquiciado, desprovisto de goznes, hecho vano. La vanidad exterior y la vacuidad interior son figuras siniestras de una deformidad espiritual.

El poder, llámese ahora técnico, en cuanto lo científico, lo político y lo económico ya se le han prosternado, dicta el nuevo orden mundial, dirige la obra en la construcción del mundo. Se llama a sí mismo arquitecto del progreso, y en esto asume el papel de subversor y la función de contrahechura: su construcción del mundo conlleva la destrucción de la tierra.

La Modernidad, entendida en estos términos, representa un poder des-humanizado que el hombre ya no puede conducir y al cual está sujeto. En la existencia que provee el poder del mundo moderno al hombre, bajo la figura del progreso vacuo y vano, no somos capaces de percibir más que la servidumbre a una fuerza adversa a la condición humana. Su adversidad constituye la esencia de todo lo adverso, y es ella misma signo de abominación y presagio del final de los tiempos.

Nos decimos que los refugios de todo tipo contra la devastación serán completamente inútiles, una vez desatada. Ni la inteligencia artificial ni la génesis celular de laboratorio podrán salvar al mundo. Y, en la hora última de la desesperación, ni siquiera la máquina de Dios le servirá para llamar a Dios.

De todos los problemas inherentes a la forma democrática de vida, es la sistematicidad lo que se encuentra en jaque. Con esto queremos decir que ya no puede percibirse la democracia como un régimen que brinda respuestas a todas las preguntas de una comunidad organizada. Ver la democracia como método de cuestionamiento y no como sistema de certidumbre, invoca la forma de una red abierta a la vida, no una estructura cerrada en nichos de certezas, pero de realidades muertas.

La aparente controversia entre Parménides y Heráclito no podría superarse si no comprendiéramos la diferente perspectiva desde la que miraron el río: uno desde su cauce; otro desde su curso. Sin embargo, el río es el mismo: uno en su fondo y diverso en su superficie. Así también, el diálogo nos ensimisma en la unidad a partir de nuestra diversidad.

Concebir y construir la vida democrática como una red dialógica, como un río donde el curso del cambio reconozca el cauce de la permanencia, puede enseñarnos que el progreso no exime de la Tradición sino, antes bien, la exige. En cuanto condicionado por el cambio y sujeto a él, el progreso representa un estado transitorio de cosas, cuyo decurso sólo puede contener la Tradición, que determina el cauce permanente y constituye la forma originaria de emisión y, a la vez, receptora de destino.

Mientras lo posible (de la política) no se aparte de lo necesario (del pensamiento), el planteo de la tradición (espiritual) tendrá para nosotros no sólo validez lógica sino, ante todo, valor metafísico.

La mentalidad autoritaria no engendra pensadores sino ideólogos, hábiles para la praxis táctica, pero incapaces para la teoría estratégica. Si pudiera afirmarse que todos los significados de la práctica se fundan en el sentido de la teoría, habría que admitir que, cuando falta perspectiva (mental), no hay arquitectura (espacial).

 Acaso la historia del último siglo nos muestre, con rasgos patéticos, cómo ciertas dictaduras (y, en ocasiones, algunas demagogias emparentadas), han hecho del pensamiento reflexivo un motivo de persecución, algo que ha determinado, inexorablemente, la prosecución de su ruina, en razón de que un cuerpo agitado por la acción inconducente, desorientado en su extravío y encerrado en su laberinto, acaba por claudicar en sus fuerzas y ceder a la caída. Su monstruosidad no está tanto en la corporalidad de los regímenes que la encarnan sino en la mentalidad de los pueblos que la animan.

En las presentes circunstancias planetarias, apocalípticas para algunos y augurales para otros, alcanzamos a percibir una situación paradojal: allí donde abunda el poder de la ideología, sobreabunda la fuerza del pensamiento. Está en nosotros, hacer que éste irrigue la aridez de nuestra actual existencia o dejar que aquélla la convierta en desierto, hasta aniquilar cualquier esperanza de supervivencia. En tal sentido, la democracia con una elite intelectual, preparada para pensar la diversidad con criterio de unidad, constituye una promesa razonable para que esa aspiración pueda cumplirse de manera racional. Una minoría al servicio de las mayorías, cuya misión sea la de educar en la autonomía personal, enseñando a pensar por cuenta propia. Más que ninguna otra cosa, esa capacidad de pensar por sí mismo develaría en el hombre la búsqueda de la sabiduría, recibida como un don y transmitida en la entrega. De otro modo, una democracia con el culto idolátrico de las mayorías y su ritualismo estadístico no hará más que agravar el malestar cultural, haciendo que cada gobierno, lejos de erradicar la corrupción social, perfeccione sus métodos.

No deberíamos traer a la memoria con dificultad sino aquello que hemos olvidado fácilmente: si el orden sagrado es, per se, un regreso a lo permanente; el orden profano es un progreso a lo cambiante. No hay en ello contradicción alguna sino correspondencia, porque lo permanente encuentra en el cambio el modo de adaptación a las épocas y culturas. Si el regreso al orden sagrado constituye la realidad esencial de la ley, el progreso del orden profano representa la realización existencial del logos. Porque si el logos conforma la ley de la realidad metafísica, la ley configura el logos de la realización política.

El fundamento metafísico del funcionamiento político se manifiesta en la organización nacional de un pueblo, algo que muchos estados modernos han venido soslayando, condicionados por las pulsiones de una mentalidad de negación, que no es más que la negación del espíritu. Alejados de los principios que les dieran nacimiento, los pueblos que en ellos fundaron su vitalidad se encuentran hoy, debilitados y corruptos, cerca de la muerte.

Nuestro mundo actual es la Modernidad; sin embargo, no siempre ha sido así, y tampoco habrá de serlo en el futuro. Lo que llamamos moderno es, sin más, una moda que no ha de alcanzar para desintegrar la Tradición. Una moda pasajera, por más que dure lo que durare, no ha de resultar sino una circunstancia o una adjetivación en el cuerpo sustancial de la historia. Sus efectos están, pero no serán permanentes, porque, de suyo, lo moderno es transitorio. El pensamiento no subordina– do a la utilidad nos permite discernir lo necesario de lo accidental, lo permanente de lo cambiante, lo que acontece de aquello que pasa.

Para el ingenuo, incapaz para comprender la trascendencia de la vida, la novedad de lo útil decide su existencia. Así, para el ingenuo hombre de la Modernidad, la certeza técnica es su primera superstición, y la falta de trascendencia su postrer incertidumbre.

Si el cielo pudiera concebirse como la tierra de los ángeles, nosotros deberíamos construir la tierra como el cielo de los hombres. Sembrar la justicia en la tierra y cosechar la paz en el mundo constituyen las dos tareas primordiales del cultivo, los dos ritos humanos del culto de la trascendencia, principio y fin de la cultura. La verdad de la justicia y la belleza de la paz son los nombres del cielo para los hombres en la tierra. En ellos, la trascendencia se encarna y vive, no ya como una abstracción eidética sino como cuerpo concreto de la historia, en el pueblo.

Si es verdad que el ser se dice de muchas maneras, también es cierto que el hombre lo realiza políticamente en la construcción del mundo, y que la política –a la luz de la enseñanza evangélica– podría ser la sal de la tierra.

En este punto, cabría preguntarse si hay un fundamento sobre el cual edificar la política. Y, más abiertamente, si hay un proceso que proceda a tal fundamento, es decir, un modo de pensar que piense la política en su nodo, en su núcleo, que la interrogue más allá de la época y zona en que el hacer político se desenvuelve. Un pensar de la política y de lo que, hasta el momento, se ha dado en llamar pensamiento político, ¿son suficientes para fundar el funcionamiento de lo instituido, de lo institucionalmente acatado por el uso y aceptado por la costumbre? ¿Es posible un fundamento del fundamento? ¿O todo esto no es nada más que un camino sobre el agua? Un preguntar así se abstiene de supuestos; encuentra en ellos nada más la mera consolación de algunas seguridades ilusorias, y los aparta de sí como a la tierra yerta.

Cuando la técnica y la ciencia tecnificada se declaran incompetentes para preguntar más allá del rendimiento de respuestas al uso (utilidades del rédito mental), el hombre se vuelve a la sabiduría. En verdad, ella lo estuvo esperando desde mucho antes de que él le diera la espalda.

El poder orienta la ideología, y el discurso ideológico constituye el lenguaje del poder. El fin de la ideología es el poder; el del pensamiento, la sabiduría. Que en la época moderna la ideología se tome como pensamiento, no ha de extrañarnos: la ideología es como el pensamiento de una época que ya no piensa. Como aquel caballero medieval de El séptimo sello, el hombre moderno no busca sabiduría sino seguridad. In stricto sensu, la mentalidad moderna y la espiritualidad tradicional quedan simbolizadas por la ideología del poder y el pensamiento de la sabiduría, respectivamente. ¿Acaso no puso Descartes –sistematizador de la mentalidad moderna– las cosas bien en claro cuando redujo la composición del hombre a cuerpo y mente? No se omitió el espíritu: se lo excluyó. Justamente, esa exclusión del espíritu rebajó el pensamiento a ideología.

Preguntarse por la democracia, en cuanto forma de vida, es también interrogarse por el autoritarismo, como mentalidad que la distorsiona y ensombrece. En circunstancias de crisis, como las que actualmente vivimos, la oportunidad de una conlleva el riesgo de la otra.

No resulta difícil darse cuenta de que, allí donde el autoritarismo se intensifica como carácter, la hipocresía se extiende como moral, con un modus operandi: la subversión de valores y la inversión deprincipios. Esta modalidad patentiza por sí misma la decadencia fundamental, devaluación funcional y corrupción estructural de un organismo, como de una organización. La ruina sustancial de su fragmentación obedece, en última instancia, a la ruptura esencial de su unidad. En tal sentido, la ruina institucional de una nación no corresponde más que a la ruptura constitucional de su pueblo. Sin embargo, si superamos el determinismo, negador del ser y de la identidad, descubrimos que el hombre no es un ser para el anonadamiento de la muerte sino un ser para el ensimismamiento de la vida. Él no es algo que pasa en la transitoriedad de lo efímero, como una hoja al viento, sino alguien que acontece en la trascendencia de lo perenne, como un árbol enraizado que da frutos.

Desde nuestra perspectiva, una mentalidad de negación, como la que hemos descrito, no resulta imposible de superar: lo problemático de su dificultad no reside en la respuesta que falla sino en la pregunta que falta. Acaso hacer la pregunta, como posibilidad razonable, reclame de nosotros habitarla, como necesidad humana.

Paradójicamente, el logos se nos muestra como locus testimonial de una caída a lo más bajo y también como protagonista de un ascenso a lo más alto. ¿No prepara la restitución de la razón en la conciencia la resurrección del espíritu humano? Restitutio y resurrectio no implican sino enderezamiento de lo torcido de su eje. En tal sentido, la humanitas del hombre reclama para sí la unitas del ser, y es la afirmación de este reclamo negación de toda mentalidad de negación.

Toda indagación rigurosa sobre la Modernidad debería centrarse en sus contradictores, ya que ella misma es hija de una revolución autoritaria y madre de una resolución democrática. Pensar la democracia conlleva pensar el autoritarismo.

El principio de realidad, que funda el criterio racional de pensamiento, nos insta a re-visar lo obvio, bajo cuya densa opacidad se oculta aquello que nos habíamos negado a ver. Iniciados en el realismo de la verdad, habremos de superar la vana consolación de lo ilusorio en que el mundo moderno se dispersa y extravía, ya bien en el sentimentalismo que adultera el sentimiento, ya bien en el racionalismo que distorsiona la razón. Que el Iluminismo de la Ilustración haya simbolizado el oscurantismo de la negación espiritual, para quienes sepan y puedan comprender, revela hasta qué punto el progreso de la Modernidad fue concebido y construido como reacción a los principios y valores de la Tradición, sin la menor intención de interpretarla sino de destruirla. El progreso impulsado por el mundo moderno ha resultado un proceso auténticamente reaccionario. Podríamos afirmar que es ésta la contradicción basal sobre la cual nuestra civilización moderna se ha edificado, pródiga en respuestas sobre los entes, pero huérfana de preguntas sobre su propia identidad.

Consideramos que la razón política no basta para hacer la pregunta por el sentido universal de los significados particulares que la democracia manifiesta en sus aplicaciones locales. Hace falta un espíritu de unidad para habitar la pregunta con actitud contemplativa y aptitud creativa, en una actividad integradora, superadora de la dualidad de un progreso sin Tradición, y de una Tradición sin progreso. Una holística del pensar, que nos libere de la cerrazón mental del hilozoísmo pragmático y del idealismo teórico.  

No podemos sino imaginar la política como cuerpo de la metafísica, y la metafísica como espíritu de la política, de manera que la razón constituya entre ellas el medio que instancie su diálogo. En esta comunidad de encuentro, la igualdad del logos compartido obra como limen a partir del cual, y precisamente en las diferencias, lo necesario y lo posible se interpelan y conversan, convirtiéndose para el hombre en dimensión de apertura para habitar la tierra y construir el mundo. Acercarnos a esta correspondencia entre la trascendencia del ser y la transparencia de la existencia, señalaría para nosotros, en la época del final de un ciclo, un progreso y un regreso, esto es, un progreso político y un regreso espiritual, marcando de modo indubitable el inicio de una verdadera Edad de Oro.

 


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