LOS SIGNOS DE LA CONFUSIÓN
ERNESTO FERNANDO IANCILEVICH *

La muerte de Dios sólo pudo haber sido enunciada por alguien que anunció en sí al último hombre, recipiens signatario de la época del final de un ciclo.

Extravío de la trascendencia (teológica) y olvido del sentido (teleológico) fueron las proposiciones contenidas en sus dos enunciados princeps: Dios ha muerto y El desierto crece. Vinculadas, como el calor al fuego, ellas supieran hablar con elocuencia de una inminencia: el final de los tiempos y el espacio vacío. En efecto, nada más inminente que aquello que se aproxima en el acercamiento, en el aprendizaje de lo habitual del hábito (interior) y el hábitat (exterior). No se trata aquí de analizar la figura del hombre en particular ni la in-formación de su filosofía, porque él fue, antes de nada, símbolo de una mentalidad crepuscular, que sólo esperaba ser manifestada en el cuerpo mismo del nihilismo.

El plano de aquella realidad intelectual anticipó –como siempre acontece– el de su realización política. Pensada aquélla y accionada ésta, respectivamente, por hombres distintos, aunque no distantes, ellos encarnaron una correspondencia excepcionalmente clara para la mirada alerta, y es que la negación ha de ser emplazada primero en la conciencia para que, si y sólo si, pueda ser desplazada, luego, a la conducta.

De un modo no menos evidente, esa confluencia del pensamiento y la acción debía responder, como contrahechura, a lo que antiguamente había sido proclamado: Difícilmente, lo necesario se aparta de lo posible 1. Sub-vertido el sentido trascendente que estas palabras expresan, el nihilismo intelectual –en tanto necesidad de ultimar el origen de toda causa–, y el nihilismo político –en cuanto posibilidad de ultimar el destino de toda consecuencia–, no estuvieron tampoco alejados histórica y geográficamente en su patética manifestación. Sus agentes propagadores fueron tomados, uno y otro, como profetas del súper-hombre y de la raza superior. A pesar de los años, nada ni nadie ha sido capaz de desmentir la vigencia de tal abominación, como si en la absurdidad de semejantes propuestas no se encontrara sino la incontrastable señalización de una confusión del des-orden más bajo al cual el hombre podría estar sujeto, de la adversidad más siniestra en que pudiera estar hundido: la denegación de trascendencia espiritual y sentido racional para su propia vida.

El atavismo de lo pulsional y la voluntad de poder del nihilismo no son otra cosa que la última reducción de lo humano al laberinto de la inmanencia. Abolido el espíritu –cíngulo con lo sagrado– y también el logos –equilibrio entre el Cielo y la Tierra–, desasido de principios trascendentes y valores superiores, de leyes éticas y normas morales, el pastor del ser muta a lobo del hombre: su señorío no es sino el de la bestia. Esta mutación constituye en sí una de-formación teratológica.

El Reino de mil años, profetizado por el apóstol, y el Reich de mil años, proclamado por el apóstata, no constituyen sino la versión sagrada de la Tradición y la per-versión profana de la Contra-Tradición, respectivamente. Quién podría asegurar que esta última no está actuando intensamente hoy día en las napas subterráneas, en los estratos saturninos de la psiquis, adquiriendo renovada energía dentro del campo ideológico, en un indisimulado intento por emerger de los hielos, de manera astutamente elaborada por grupos tradicionalistas (y, en consecuencia, no tradicionales), cuyo trabajo consiste en horadar el suelo del conocimiento mientras obturan el cielo de la contemplación. Resulta de singular relevancia advertir que, en la exaltación de los nacionalismos, como reacción a la globalización, están presentes el elogio de la sangre, el culto de la raza y la prevalencia de las fuerzas puramente naturales e instintivas, acrisoladas por las fuerzas ex céntricas de la Contra-Tradición. En este punto, no resultaría ocioso mencionar que si el centro caracteriza a la unidad tradicional, la excéntrica define la multiplicidad tradicionalista, en sus dos vertientes: el ocultismo espiritualista y el totalitarismo ideológico, que sirven a los fines de la Contra-tradición de manera no siempre involuntaria.

Sabemos que la anti-Tradición se patentiza, sobre todo, en la subversión de medios, mientras la Contra-Tradición lo hace, fundamentalmente, en la inversión de principios y en la perversión de fines. Que la primera se sirva de hombres confundidos no obsta para que la segunda lo haga con hombres convencidos.

Concentración del ser fusionado (en la trascendencia) y dispersión de la existencia confundida (en la inmanencia) aluden a una orientación de la memoria y a un extravío del olvido. De allí que sea en los márgenes fronterizos, en la periferia del resentimiento psíquico y social, donde prospere la indignidad del nihilismo, y acaso de donde haya que esperar la figura de su futuro Jefe, en cuanto indignidad e indigencia representan devaluación y decadencia de la integridad.

Sin ambages, la rebelión del hombre sin Dios se presenta como el relevo del sentido (que aboga la vida en su fundamento), por el de los sentidos (que la ahogan en su confusión). Así como todo está permitido para el hombre que ha matado a Dios, ninguna esperanza le está permitida: desolación y desierto son formas agónicas de su suicidio primordial. Cómo no percibir en este destierro espiritual un auténtico entierro mental del Yo lamiéndose la herida en el fondo de un pozo, hasta dejar en carne viva la desesperación de haber olvidado la palabra invocadora de salvación, de haber ocultado con el propio cuerpo la única boca de luz para su encierro.

Con respecto al estado de disociación (en la conciencia ética) y fragmentación (en la conducta política), que el nihilismo propone como des-quicio (por arriba) y des-fondamiento (por abajo), puede percibirse que el último hombre, en su confusión mental, busca abrazar al primer hombre, en su negación espiritual.

Únicamente quienes supieran y pudieran comprender lo que aquel encuentro siniestro y paródico significaría, habrían de apercibirse el modo en que la Caída inicial habría de convertirse en el Descenso final.


NOTAS
 *

Ernesto F. Iancilevich es un poeta y ensayista argentino, Buenos Aires, 1952. Licenciado en bibliotecología y documentación por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde cursó estudios de filosofía. Miembro del Colegio de Graduados de Filosofía y Letras y de varias sociedades de autores y escritores. SYMBOLOS ya ha publicado de su mano: "La Edad Sombría" y ir al libro La Rueda en la página del autor"La Época del Final de un Ciclo" (en 2 documentos).

   
1 Heráclito. Fragmentos.
   
No impresos
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